jueves, 25 de marzo de 2010

EL ELEMENTO PREHISPÁNICO (primera parte)

El concepto de un mundo dominado por fuerzas sobrenaturales y la necesidad de celebrar ritos religiosos en todas las actividades humanas sugieren la idea de que la religión dominaba a las sociedades prehispánicas. Esta se caracteriza por ser politeísta y por su enorme cantidad de exuberantes ceremonias o rituales que relacionaban a los hombres con sus dioses.
Así, poseían creencias religiosas que informaban los ciclos vitales del hombre y de la sociedad. Nacimiento, madurez, matrimonio iban acompañados de gestos o ritos religiosos. Las ceremonias sagradas precedían al ciclo productor: la recolección, la caza, la pesca, el cultivo de la tierra, así como el comienzo de la guerra entre los pueblos. Fueron originalmente creencias animistas que evolucionaron hasta un panteón muy rico con una fastuosa liturgia en la que los sacrificios humanos constituyeron un elemento importante. De la misma manera, los templos, las grandes plazas, la casa, todos ellos eran espacios de mayor o menor sacralidad en los que el hombre expresaba, a través del ritual, su vínculo con lo sagrado.
Tenían, asimismo, una cosmovisión cíclica y apocalíptica: la dinámica del universo era concebida en forma análoga a la de la naturaleza que nace, crece, llega a su plenitud, decae y muere. Así, pensaban que había diferentes mundos: una sucesión de soles, cada uno de los cuales acaba con una destrucción total para volver a renacer.
Vivían, pues, la creencia de la inestabilidad del cosmos; siempre tenían frente a sí la perspectiva de la catástrofe final, la destrucción de todo lo existente. Por los primeros años el siglo XVI se acercaba a su fin la época cósmica del Quinto Sol; y muchos de ellos pensaban con recelo en el retorno de Quetzalcóatl, el dios que había prometido regresar por el Oriente.
En cuanto al hombre, creían que había sido creado para servir a los dioses; y que era menester ofrecerles sacrificios para seguir gozando de sus dones so pena de sufrir múltiples penalidades. En este contexto, la sangre humana era la mejor ofrenda. El sacrificio humano se celebraba con una piedra de sacrificios, un cuchillo de pedernal y un recipiente para ofrendar los corazones, llamado cuauhxicalli. Revestía gran importancia ya que era la manera de que la muerte siguiera la vida, tal como ocurría en la naturaleza, en la que a lo largo del año había una temporada de secas donde las plantas morían, y una temporada de vida, en que la lluvia hacía renacer los frutos de la tierra, como parte de un ciclo constante. De esta manera el hombre ofrendaba lo más preciado, la sangre y la vida misma, para que a través de la muerte surgiera la vida [1].
No es rara, pues la actitud fatalista, dependiente y resignada de los pueblos prehispánicos. Hay en la mayor parte de su literatura, sobre todo en su poesía, una conciencia muy clara y muy aguda de la precariedad de la existencia humana y de su carácter fugaz. Así también lo demuestra la práctica del autosacrificio. Éste se celebra en la intimidad, como un acto personal de comunicación con los dioses, cuya costumbre era generalizada entre toda la población. Se llevaba a cabo perforándose ciertas partes del cuerpo con puntas de maguey o punzones de hueso, que eran encajados ya ensangrentados en unas bolas de heno llamadas zacatapayoli y todo lo cual quizá era guardado en las cajas ceremoniales llamadas tepetlacalli, para ofrenda a los dioses.

[1] Vid Historia general de México, versión 2000, pp. 201-214 y Luque, E. “El primer ciclo evangelizador hispano y lusoamericano”, en Anuario de Historia de la Iglesia, pp. 115-130.

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